A los cinco años, Mateo apenas hablaba. Sus silencios eran tan profundos como su mirada, que evitaba el contacto visual. Su maestra, Beatriz, intuyó que algo no estaba bien. Con paciencia, le ofreció un entorno estable, validó sus emociones y, poco a poco, Mateo comenzó a confiar. Hoy, con ocho años, sonríe, juega y participa en clase.
Historias como la de Mateo ilustran cómo un docente puede ser una figura clave en el desarrollo emocional de un niño que ha atravesado situaciones difíciles.
Durante la etapa de educación infantil, muchos niños y niñas viven experiencias marcadas por la inestabilidad emocional, la falta de afecto o contextos familiares complejos. Aunque estas vivencias no siempre se expresan con palabras, se manifiestan en una mirada esquiva, un silencio prolongado o una búsqueda constante de contacto emocional.
Para estos niños es especialmente importante sentir que el aula es un espacio seguro y que sus maestros establecen una relación afectiva con ellos: sentirse seguros emocionalmente permite que florezca su curiosidad, ese impulso por explorar que es la base del aprendizaje en estos primeros años de vida.
Apoyar para motivar, motivar para aprender
La teoría de la autodeterminación identifica tres necesidades fundamentales para la motivación: competencia, autonomía y vínculo emocional. Este último es especialmente determinante en la infancia. Si el niño percibe que su esfuerzo es valorado, que su presencia tiene sentido en el grupo y que su voz importa, se sentirá motivado a aprender.
Un entorno afectivamente estable activa las regiones cerebrales vinculadas al aprendizaje, la memoria y la autorregulación. Así, la motivación se convierte en un puente entre el mundo emocional y el cognitivo. Un niño motivado no es solo aquel que quiere aprender, sino aquel que se siente digno de aprender.
El rol emocional del docente
Detectar que algo no va bien en la vida de un niño pequeño requiere una mirada pedagógica profunda, que combine conocimiento profesional con sensibilidad humana. No se trata únicamente de evaluar contenidos, sino de interpretar señales emocionales.
Un niño que interrumpe constantemente, que se aísla, que reacciona con desproporción o que busca afecto de forma insistente, puede estar expresando, con su comportamiento, un malestar emocional que aún no puede verbalizar.
En este contexto, el docente no actúa como cuidador en el sentido asistencial, sino como referente emocional, alguien que ofrece presencia, estabilidad y reconocimiento afectivo.
Las relaciones positivas entre docentes y estudiantes en la primera infancia están estrechamente asociadas con un mejor ajuste social, un mayor desarrollo emocional y mejores resultados académicos.
Estas relaciones no sustituyen a las del hogar, pero pueden complementar –y en ocasiones reparar– vínculos primarios frágiles. El aula se convierte, entonces, en una extensión del entorno afectivo del niño, en un espacio donde puede reconstruir la confianza en sí mismo y en los demás.
Aprendizaje y resiliencia: un camino compartido
La resiliencia no es una cualidad estática ni un rasgo innato. Es un proceso dinámico que se construye en interacción con el entorno, una especie de “magia ordinaria”. Son las relaciones humanas consistentes, afectuosas y predecibles las que construyen esta resiliencia y protegen frente a la adversidad.
En el ámbito escolar, estas relaciones favorecen el desarrollo de habilidades socioemocionales clave: reconocer emociones, tolerar la frustración, expresar necesidades, resolver conflictos. Estos aprendizajes, aunque no siempre sean visibles en los resultados académicos, son esenciales para un desarrollo integral.
Cómo construir un aula emocionalmente segura
¿Qué se puede hacer entonces en el aula para transmitir a los niños y niñas esta seguridad y ese apoyo? Aquí ofrezco algunas pautas:
- Establecer rutinas estables y predecibles. La seguridad emocional necesita estructura. Un aula con ritmos claros ofrece confianza y reduce la ansiedad.
- Observar sin etiquetar. Las conductas inusuales suelen tener un motivo. Observar sin juicio permite entender mejor el malestar emocional.
- Ofrecer presencia auténtica. Más que soluciones inmediatas, muchos niños necesitan saber que hay un adulto disponible y atento.
- Validar las emociones, no solo las conductas. Decir: “entiendo que estés triste” o “es normal sentirse enfadado” enseña que todas las emociones son legítimas.
- Favorecer el juego simbólico y libre. A través del juego, los niños elaboran sus experiencias internas. Es una vía natural para canalizar conflictos y expresar emociones.
- Crear espacios de pertenencia. Las dinámicas grupales, asambleas, tareas colaborativas o rituales de bienvenida refuerzan el vínculo con el grupo.
- Coordinar con las familias y el equipo educativo. La mirada compartida permite detectar señales, tomar decisiones y acompañar mejor al niño.
¿Qué es educar?
Educar en la primera infancia es mucho más que enseñar letras o números. Es ofrecer un espacio donde cada niño pueda sentirse reconocido, escuchado y acompañado. El docente, desde su rol pedagógico y emocional, puede convertirse en una figura de referencia que aporta estructura, sentido y seguridad.
La resiliencia no consiste en eliminar la dificultad, sino en construir caminos para afrontarla con dignidad. Estos caminos se construyen en contextos cotidianos donde el niño se siente valorado y puede establecer vínculos estables y positivos, especialmente en la escuela. Cuando un niño encuentra en su docente una figura que le nombra, le escucha y le acompaña, no solo aprende: se transforma.
Fuente: Elisa Lozano Berdaco y Consuelo Martínez Priego / theconversation.com