Hablar de salud mental en población estudiantil universitaria hoy, se parece a los debates que se han planteado en materia de inclusión o género, en sus derivadas de educación no sexista, equidad y violencia. Asuntos globales acompañados de movimientos y demandas sociales que han exigido análisis, consensos, normativas y ajustes institucionales de gobernanza, curriculares y de infraestructura.
La salud mental, además, se plantea como una problemática tensionada por procesos aún más globales como la pandemia y sus secuelas, y el uso y consumo intensivo de tecnología y su oferta de relaciones virtuales, como parte del desafío a las relaciones interpersonales de los tiempos actuales. A todo ello se suma una visión psicopatologizadora de la vida cotidiana que confunde el malestar -la vivencia normal de emociones negativas en la vida diaria- con síntomas de un problema o de un trastorno mental.
El informe de la UNESCO de noviembre de 2024 afirma que, en algunos países, hasta el 50% del estudiantado de instituciones de educación superior (IES) sufre problemas de salud mental. Cerca del 20% de los y las estudiantes sufre depresión, y hasta la mitad presenta algunos de sus síntomas; además, el 15% ha tenido pensamientos suicidas y casi el 3% ha intentado suicidarse. Un informe de la OMS, de junio de este año, el primero dedicado a la cuestión del aislamiento social, reporta que 1 de cada 6 personas en el mundo (16%) se sienten o han sentido solas y esa proporción aumenta cuando se trata de adolescentes entre 13 y 17 años, con un 21%; seguido de un 17,4% en jóvenes de 18 a 29 años. Son los valores más altos entre todos los grupos etarios.
A nivel nacional, el reciente informe “Bienestar Universitario, claves para la convivencia y la salud mental”, del CRUCH, reconoce a la salud mental como desafío contingente y estratégico para las IES y plantea la necesidad de abordar un conjunto de nudos críticos relacionados con las demandas internas de atención, con los ajustes e integridad académica, con los nuevos desafíos de la diversidad, y con la necesidad de generar más evidencia sobre esta realidad en el país, entre otros retos asociados al frondoso, pero también inconexo flujo de propuestas legislativas y regulatorias en la materia.
Más allá de las cifras y proyecciones que enmarcan la magnitud del fenómeno, no cabe duda de que se trata de un problema complejo y multidimensional con dimensiones personales, pero también familiares, culturales, históricas, políticas y económicas con expresiones diversas en los distintos territorios geográficos que nos exige una comprensión y abordaje también complejo, multidisciplinario e intersectorial.
Ante la controversia de si las universidades tienen o no responsabilidad sobre la salud de sus estudiantes, tenemos la convicción de que las misiones formativa, científica, cultural y de sustentabilidad de las IES nos imponen la responsabilidad de imaginar e implementar estrategias articuladas de gestión que combinen el diseño curricular que permita trayectorias formativas flexibles; el trabajo en aula que atienda la diversidad; la diversificación del perfeccionamiento docente que permita al profesorado poder detectar y dar la alertas necesarias; el acompañamiento estudiantil con iniciativas y programas que promuevan hábitos de vida saludable y la vida en comunidad; la investigación e innovación aplicada que permitan la detección de grupos de riesgo, la derivación oportuna, la gestión del bienestar, la gestión del conflicto y la difusión de los dispositivos de salud disponibles.
Evidencias y buenas prácticas reafirman la idea de que la atención individual clínica en salud mental no solo es inasible en su cobertura, dentro y fuera de las IES, sino que responde a un paradigma curativo individual que pone el “peso de la prueba” en la persona atendida, que estigmatiza y que exime de responsabilidad y compromiso al entorno y sus vínculos.
La Universidad debe desafiar la paradoja del aislamiento social de los sujetos más interconectados digitalmente de nuestra civilización. La promoción del bienestar integral, el de base material y el subjetivo, el que permite desviar las barreras de lo socioeconómico y conectar desde lo humano con personas de otras culturas y territorios, considera estrategias comunitarias de cuidado en que estudiantes, personal académico y funcionario aprenden un lenguaje común y se constituyen en una comunidad activa y disponible para actuar en la prevención, en la alerta y en la crisis.
En esta mirada sistémica, es imprescindible que la respuesta pública se multiplique y se sostenga. Se requieren más recursos, pero también más articulación entre los sistemas educativo y sanitario. El abordaje promocional y comunitario que proponemos es de nivel primario de baja complejidad, las patologías de base o en desarrollo en la población adolescente y juvenil de las IES deben ser acogidas en la red de salud que emana de la política pública.
Fuente: Paulina Rincón González y Cecilia Pérez Díaz / elpais.com